ALGUNOS ASUNTOS QUE ACLARAR
¡Traquatracatrá! ¡Traquatracatrá! ¡Traquatracatrá!... qué
magnífica sinfonía, el soniquete del tren. (Seguro que el gran Elmis habría
compuesto alguna canción con aquel sonido). Cerré el libro y me puse a escuchar
con los ojos cerrados. ¿Por qué será que los trenes siempre me hacen soñar, y
olvido enseguida los malos ratos del internado y sólo recuerdo los buenos
momentos?
Ahora me dirigía a un lugar lleno de “buenos momentos”. Iba a
un pequeño pueblo, tan pequeño que sólo tenía un cine. Pero tenía también nueve
hornos de pan y las calles cuesta arriba
y cuesta abajo y bandadas de gaviotas y un río lleno de ranas que croaban y
loros anidando en las palmeras del Paseo y un diminuto puerto pesquero y… ¡la
librería de Horacio Biblo!
Qué ganas tenía de ver al señor Horacio y a su ayudante, mi
amigo Lucas. Eran dos buenos “sabuesos”, que disfrutaban ayudándome a resolver
los asuntos que me traía entre manos, por muy complicados que pudieran
parecer.
¡Ah, que poco me
faltaba ya, para cambiar la blusa y la espantosa falda marrón del internado por
el bañador y la camiseta, y para caminar descalza por la arena de la playa!.
¡Qué poco me faltaba para la vida libre y salvaje!
Deliciosamente libre, sí, pero sin dejar de darle vueltas a la
cabeza. “El cerebro de un verdadero detective nunca descansa. El mundo está
lleno de misterios que han sucedido, están sucediendo o pueden suceder en
cualquier momento”, me solía decir mi padre.
Porque ¿os he dicho alguna vez que mi padre, Ernesto Umbeldini,
es uno de los mejores detectives privados que ha habido, que hay y que habrá
sobre la tierra?
Él tardaría unos
días en llegar al pueblo, pues andaba metido en una investigación bastante
complicada.
“En una semana
estaré contigo”, me comentó por teléfono. “Estoy analizando el caso de la
famosa cantante de ópera Brígida Guimbarda. Ha perdido la voz y la memoria.
Mejor dicho, alguien ha hecho que pierda la voz y la memoria; alguien que, para
colmo, arroja huevos rellenos de tinta roja al balcón de su dormitorio”. Luego cambió de tema y añadió en tono de
broma: “Espero que en estos siete días Paquita no te consienta de tal manera,
que te convierta en un monstruo repelente y caprichoso”.
Me reí de su
comentario. ¡Qué exageración! La verdad es que Paquita me mimaba un poco, pero
no había que preocuparse, yo tenía perfectamente controlada la situación, y mi
carácter ya estaba bien formado, no iba a cambiar para nada. La buena mujer
vivía con nosotros antes de que muriera mi madre, y ahora se había hecho cargo
de la casa de la playa. Por su carácter
bondadoso me recordaba un poco a sor Bizcocho.
-¡¡¡Ay mi niña cuántas ganas tenía de verte!!!-. Al bajarme
del tren una “humanidad” regordeta y blandita, se abalanzó sobre mí; me llenaba
la cabeza de besos y me apretaba contra su pecho. A pesar de que casi no podía
respirar, aquel recibimiento me hizo sentirme muy bien. Estaba de nuevo en
casa.
-¡Vamos, vamos, o
se enfriará la cena! –a la buena de Paquita también se le había olvidado
quitarse el delantal-. Ya verás lo que te he preparado.
¡Menuda sorpresa!
En la mesa de la cocina, sobre el mantel a cuadros, había croquetas de jamón, tortilla de patatas,
albóndigas en salsa de almendras, crujiente pan de hogaza, empanadillas de
salchicha y de atún, limonada casera, y de postre… ¡natillas con galleta y
canela! No está mal que a veces te mimen
un poco, tan sólo un poco ¿eh?.
-Paquita- le
pregunté, mojando un trozo de pan en la salsa de almendras-. ¿Cómo van las
cosas por aquí? ¿Alguna novedad? ¿Algo que te llame la atención?-. No podía
evitar hacer ese tipo de preguntas ni en vacaciones.
-¡Ay mi niña! ¡No
tienes remedio! ¿Por qué me sigues preguntando esas cosas? Ahora estás de
vacaciones. Tienes que reponerte, comer bien y tomar el sol. ¡Mira lo flacucha
y pálida que has venido! ¡No, no y no! ¡Ojalá que San Hilario me escuche! No
quiero que te metas de nuevo en algún lío. ¡Qué manía tenéis en esta familia
por meter las narices en la basura de la gente!
-Es nuestra
profesión, Paquita. Mi padre y yo nos dedicamos a eso.
Pero la buena
mujer seguía sin entender nada. Me miró con la misma cara de extrañeza que
tendría un pescador que hubiera tirado de la caña y encontrado en su anzuelo un
saxofón. Luego se sentó frente a mí, con la mirada reconcentrada, retorciendo
el delantal entre sus manos. Yo sabía que terminaría contándome algo
interesante:
-No debería
decirte nada, pero… ¡es extraño, muy extraño lo que está pasando en algunas
playas de este pueblo!
-¿A qué te
refieres? –. Aquella mujer regordeta y buena se había ido de la lengua, tal y
como yo esperaba. Y ya no había quien la detuviera.
-Bueno, tú ya
sabes que yo tengo una especie de sexto sentido y que me doy cuenta de cosas
que la gente no percibe.
-¿Qué es lo que
has notado? ¿A qué playas te refieres?
-¡Ay María, que la
humanidad va por mal camino! ¡Qué estamos perdiendo los olores y los colores de
las cosas!
-Pero Paquita, si
no me hablas con claridad no me entero de nada. ¿Dónde se están perdiendo los
olores y los colores?
-Si yo estuviera en tu pellejo, y me dedicara a esas cosas tan
raras a las que os dedicáis tu padre y tú, me daría un paseo por…
-¡Venga, desembucha!- estaba tan interesada en el asunto que
me comí una croqueta de un solo bocado-. ¿Por donde te darías un paseo?
-¡No, no y no!, no me tires de la lengua. Yo no debería de
haberte hablado de … ¡la Playa
del Muerto!
Y después de decirme esto, se arrepintió y se santiguó. Yo
sabía que la buena de Paquita terminaría largando. Pero también sabía lo
supersticiosa y lo exagerada que era. Como toda la gente de aquel pueblo, era
una persona desconfiada y no se podían tomar demasiado en serio sus palabras.
Me acosté deseando que amaneciera para darme una vuelta por la
librería y saludar a mis viejos amigos.
De camino
aclararía algunas cuestiones. Suponiendo que hubiera algunas cuestiones que
aclarar.