LOLO PRENAFETA
-Buenas tardes, señor Peñafreta –Horacio Biblo levantó sus
ojos por encima de las gafas, como si de pronto lo hubieran despertado de un
sueño.
-¡Prenafeta!
¡Prenafeta! ¡Cuántas veces te lo voy a decir Horacio! ¡Siempre se te olvida!-.
Lolo Prenafeta tuteaba a todo el mundo, aunque fueran personas bastante mayores
que él.
Si había algo que
sacara de sus casillas al alcalde era que la gente no pronunciara bien su
apellido. Quién sabe si el señor Horacio era así de despistado o lo hacía a
caso hecho.
La verdad es que
Lolo Prenafeta no le caía bien a casi nadie. Rondaba los cuarenta, y vestía ropa
deportiva de colores llamativos: verde pistacho, naranja fuerte, amarillo
canario… ropa cara, de marca; pero su aspecto ramplón, repeinado y con un
espeso bigote, le hacía aparentar veinte años más. Como era rechoncho y de baja
estatura, iba a todos sitios montado en uno de sus tres vehículos: una enorme
moto de gran cilindrada, un Ferrari rojo descapotable y un aparatoso y pulido
todo-terreno azul.
Subido en ellos se
sentía poderoso y superior, y por supuesto de mucho mayor tamaño, tan grande
casi como el enorme reloj de oro que lucía en su muñeca. ¡Ah!, y era un adicto
al teléfono móvil, tal vez eso le daba tanta o más seguridad que los coches.
Lo cierto es que
llevaba los aparatitos telefónicos a pares, incluso a tríos, en los bolsillos
de sus caras e impecables chaquetas. Continuamente colgaban de sus orejas, y a
través de ellos hablaba y daba órdenes a sus secretarias. Era una especie de
tic que jamás le abandonaba.
En fin, se sentía
una persona muy importante subido en sus ostentosos vehículos o dando órdenes
por sus teléfonos móviles.
Todas las semanas
aparcaba su aparatoso todo-terreno en zona prohibida (sabía que nadie se
atrevería a multarle, para algo era el alcalde), y entraba en la librería.
En realidad a Lolo
Prenafeta los libros le traían sin cuidado. Si acaso se fijaba en alguno, era
en esos tomos que llevan por título: “Cómo triunfar en público”, “Cómo ser un
lince de los negocios”, “Cómo persuadir
y convencer al contrario”, “Cómo hacerse millonario en dos semanas”… y otros
por el estilo. Por supuesto no había ni un solo libro de esos en la tienda del
señor Horacio.
Sencillamente,
aquel hombre engominado y ridículo, le había echado el ojo a la librería de
Horacio Biblo, y quería echarle también el guante. Dicho en otras palabras,
para que lo entendáis mejor, quería quedarse con el edificio donde estaba la
librería: una casa de dos pisos con un
pequeño jardín (el señor Horacio vivía en el piso de arriba).
-¡Menudo desperdicio! ¡Una casa tan pequeña donde cabría un
edificio de treinta plantas!- dijo aquella mañana, soltando una bocanada de humo de su apestoso
puro y secándose con un pañuelo las gotas de sudor.
-La gente se tendría que
apretujar un poco, como las sardinas en las latas. ¿Pero dónde mejor parecerse
a una sardina que a la orilla de mar? ¡Jua, jua!
Y se reía enseñando todos los empastes de las muelas. No
comprendía que si les dan a elegir, las sardinas prefieren tirarse al mar y no
a la lata.
-¡Y para colmo esta casa tiene un absurdo jardín! ¡Qué
despilfarro!- Prenafeta seguía hablando, soltando humo como si fuera una
locomotora estropeada y secándose el sudor como si estuviera achicando el agua
de una barca.
- Un sitio así sólo arrastra cosas molestas como arañas,
lagartijas y gatos.- Dijo mirando con desprecio a Zipi y a Zape, que dormían tranquilamente, echado el uno
contra el otro, en la alfombra de la entrada.
Crispín se puso a gruñir, y vi qué Lucas se ponía tenso y
cerraba sus puños.
-Creí que iba a dar una patada a los gatos- me dijo, muy
enfadado, en el oído-.Ya lo ha hecho alguna vez. Ahora intentará convencer al
señor Horacio- mi amigo siguió hablando en voz baja-. Lo hace todas las
semanas. Ya verás.
-Hoy te voy a hacer la oferta de tu vida, Horacio. Te cambio
esta casa tan pequeña y tan antigua, por un piso a estrenar, con aire
acondicionado, en el Edificio Tiburón VIII. No tiene vistas al mar, pero tiene
unos suelos de mármol de primerísimo calidad. ¡Todo un lujo!
-No muchas gracias, prefiero vivir aquí- le contestó Horacio
Biblo, concentrado en llenar de tinta el plumín de su palillero.
-¡Sigues tan cabezón como siempre! Creo que no has pensado
bien en mi oferta-. Y la humacha negra de su puro fue a parar a Blanquita, que
se dio la vuelta hacia el otro lado, ronroneó un poco, y siguió durmiendo en la
estantería-. Cómo soy tan generoso te doy una semana para que lo pienses.
Además ¡qué caramba!, esta mañana estoy particularmente contento- dijo. Y
apoyando los codos, en el mostrador, frente a frente con el señor Horacio, en
un gesto de excesiva confianza, intentó sobornarlo:
-¿Te he dicho alguna vez que puedes anunciar tu librería en mi
periódico?
Era el dueño del periódico local “La Gaviota Parlante ”. (J.J. era el
director, pero Prenafeta ponía el dinero).
-O en la radio, si lo prefieres- añadió dándole una palmadita en
el hombro.
También era dueño de la emisora local de radio.
-Aunque lo mejor de todo es la pequeña pantalla. Ya sabes –se
rió, golpeando el mostrador como un orangután al que le acaban de enseñar un
cacahuete-. Si no sales en la caja tonta no existes. ¡Jua!, ¡Jua!...
Y también el dueño de la emisora de televisión local.
-Aunque si fueras un poco listo –le guiñó un ojo-.
Aprovecharías alguna de mis galas benéficas para hacerte un poco de publicidad.
También le pertenecían la sala de cine y teatro del pueblo.
-…¡Un momento, se me ocurre una idea genial! -. Uno de sus
móviles empezó a sonar desde el bolsillo de su chaqueta, y no paraba, como si
estuviera poseído por el diablo. Hizo una pausa para pasar el pañuelo por su
frente como si estuviera borrando la tiza de una pizarra, y para leer el
mensaje. Después continuó:
-Se podría sortear entre tus clientes un vale para comer en
cualquiera de mis restaurantes.
Había heredado de su familia la cadena de restaurantes
costeros “El Langostino de Oro”. En una cala de bonitas vistas, en las afueras
del pueblo, había uno muy frecuentado por los turistas y los veraneantes.
-¿Qué te parecen mis propuestas?- de nuevo le dio palmaditas
en el hombro. Lucas y yo escuchábamos sorprendidos y enfadados. No queríamos
irnos de la tienda, y dejar sólo al señor Horacio con aquel energúmeno
sudoroso. Pero, desde luego, el anciano librero sabía defenderse, no cabía
duda. Sonrió mirando fijamente al alcalde, con sus gafas caídas sobre la nariz,
y le contestó con calma:
-Gracias, muy amable señor Piñafrita…
-¡Prenafeta! ¡Prenafeta!. Eres muy despistado.
-Perdón, señor Prenafeta. Me va bien así, no necesito hacerme
propaganda. Al que de verdad le guste leer vendrá a la librería.
-Bueno, bueno recapacita –dijo arrojando el habano por la ventana-
Piensa sobre todo en la oferta del piso. También te podría comprar tu ridícula
casa, en metálico, si lo prefieres. Te pagaría al contado con dinero contante y
sonante. Serías rico de la noche a la mañana, y podrías deshacerte al fin de
todos estos papelotes. ¡Jua, jua!- se rió señalando los libros del escaparate.
Luego se dirigió a la puerta, orgulloso y escandaloso como un portaviones.
Cuando iba a salir dio “juguetones” golpecitos a Lucas a la altura del
estómago. El alcalde se sentía gracioso, muy gracioso.
Crispín le enseñó los dientes sin dejar de gruñir.
-Por cierto, chaval – me pareció que mi amigo también gruñó-.
Le hablaré de ti al entrenador del equipo, tal vez puedas oler el balón (creo
que no hace falta que os diga quién era el principal accionista del equipo de
fútbol local)-. Dio un portazo y se marchó. ¡Por fin dejamos de verlo!
-¿Cómo se habrá enterado ese paquebote con bigote de la
ilusión que me hace entrenar en el equipo local?-dijo Lucas, apretando de nuevo
los puños.
-Se entera de todo lo que ocurre en el pueblo, para usarlo en
su beneficio chantajeando a la gente- comentó Horacio Biblo, abriendo su
libreta en la que escribía todos los días con una pluma antigua, bonitas frases
a letra de caligrafía-. Debe de tener espías que le dan los chivatazos, gente
tan impresentable como él.
-¡Es un farsante! Uno de estos días mi padre lo
desenmascarará. Estoy segura- dije con orgullo-. Siempre me dice que una de las
obligaciones de un buen detective es desenmascarar a los farsantes… Aunque-
añadí pensativa- mi padre tardará unos
días en venir.
-¿Y por qué no le echáis vosotros dos una mano mientras tanto?-
nos dijo el señor Horacio, con un pícaro destello en su mirada.
-Es
justo lo que estaba pensando-contesté mirando a Lucas y a Crispín-. Así que ya
es hora de que nos demos una vueltecita
por la Playa
del Muerto y averiguaremos lo que podamos.
Si allí están ocurriendo cosas raras, no me extrañaría que Lolo
Penafreta tuviera algo que ver.