Capítulo 4

LOLO PRENAFETA




  
 -Buenas tardes, señor Peñafreta –Horacio Biblo levantó sus ojos por encima de las gafas, como si de pronto lo hubieran despertado de un sueño.

   -¡Prenafeta! ¡Prenafeta! ¡Cuántas veces te lo voy a decir Horacio! ¡Siempre se te olvida!-. Lolo Prenafeta tuteaba a todo el mundo, aunque fueran personas bastante mayores que él.
       
   Si había algo que sacara de sus casillas al alcalde era que la gente no pronunciara bien su apellido. Quién sabe si el señor Horacio era así de despistado o lo hacía a caso hecho.
      
   La verdad es que Lolo Prenafeta no le caía bien a casi nadie. Rondaba los cuarenta, y vestía ropa deportiva de colores llamativos: verde pistacho, naranja fuerte, amarillo canario… ropa cara, de marca; pero su aspecto ramplón, repeinado y con un espeso bigote, le hacía aparentar veinte años más. Como era rechoncho y de baja estatura, iba a todos sitios montado en uno de sus tres vehículos: una enorme moto de gran cilindrada, un Ferrari rojo descapotable y un aparatoso y pulido todo-terreno azul.
       
   Subido en ellos se sentía poderoso y superior, y por supuesto de mucho mayor tamaño, tan grande casi como el enorme reloj de oro que lucía en su muñeca. ¡Ah!, y era un adicto al teléfono móvil, tal vez eso le daba tanta o más seguridad que los coches.
       
   Lo cierto es que llevaba los aparatitos telefónicos a pares, incluso a tríos, en los bolsillos de sus caras e impecables chaquetas. Continuamente colgaban de sus orejas, y a través de ellos hablaba y daba órdenes a sus secretarias. Era una especie de tic que jamás le abandonaba.
       
   En fin, se sentía una persona muy importante subido en sus ostentosos vehículos o dando órdenes por sus teléfonos móviles.
       
   Todas las semanas aparcaba su aparatoso todo-terreno en zona prohibida (sabía que nadie se atrevería a multarle, para algo era el alcalde), y entraba en la librería.
       
   En realidad a Lolo Prenafeta los libros le traían sin cuidado. Si acaso se fijaba en alguno, era en esos tomos que llevan por título: “Cómo triunfar en público”, “Cómo ser un lince de los negocios”,  “Cómo persuadir y convencer al contrario”, “Cómo hacerse millonario en dos semanas”… y otros por el estilo. Por supuesto no había ni un solo libro de esos en la tienda del señor Horacio.
      
   Sencillamente, aquel hombre engominado y ridículo, le había echado el ojo a la librería de Horacio Biblo, y quería echarle también el guante. Dicho en otras palabras, para que lo entendáis mejor, quería quedarse con el edificio donde estaba la librería: una casa de dos pisos  con un pequeño jardín (el señor Horacio vivía en el piso de arriba).

   -¡Menudo desperdicio! ¡Una casa tan pequeña donde cabría un edificio de treinta plantas!- dijo aquella mañana,  soltando una bocanada de humo de su apestoso puro y secándose con un pañuelo las gotas de sudor.

   -La gente se tendría que apretujar un poco, como las sardinas en las latas. ¿Pero dónde mejor parecerse a una sardina que a la orilla de mar? ¡Jua, jua!

   Y se reía enseñando todos los empastes de las muelas. No comprendía que si les dan a elegir, las sardinas prefieren tirarse al mar y no a la lata.

   -¡Y para colmo esta casa tiene un absurdo jardín! ¡Qué despilfarro!- Prenafeta seguía hablando, soltando humo como si fuera una locomotora estropeada y secándose el sudor como si estuviera achicando el agua de una barca.

   - Un sitio así sólo arrastra cosas molestas como arañas, lagartijas y gatos.- Dijo mirando con desprecio a Zipi y a Zape,  que dormían tranquilamente, echado el uno contra el otro, en la alfombra de la entrada.

   Crispín se puso a gruñir, y vi qué Lucas se ponía tenso y cerraba sus puños.

   -Creí que iba a dar una patada a los gatos- me dijo, muy enfadado, en el oído-.Ya lo ha hecho alguna vez. Ahora intentará convencer al señor Horacio- mi amigo siguió hablando en voz baja-. Lo hace todas las semanas. Ya verás.

   -Hoy te voy a hacer la oferta de tu vida, Horacio. Te cambio esta casa tan pequeña y tan antigua, por un piso a estrenar, con aire acondicionado, en el Edificio Tiburón VIII. No tiene vistas al mar, pero tiene unos suelos de mármol de primerísimo calidad. ¡Todo un lujo!

   -No muchas gracias, prefiero vivir aquí- le contestó Horacio Biblo, concentrado en llenar de tinta el plumín de su palillero.

   -¡Sigues tan cabezón como siempre! Creo que no has pensado bien en mi oferta-. Y la humacha negra de su puro fue a parar a Blanquita, que se dio la vuelta hacia el otro lado, ronroneó un poco, y siguió durmiendo en la estantería-. Cómo soy tan generoso te doy una semana para que lo pienses. Además ¡qué caramba!, esta mañana estoy particularmente contento- dijo. Y apoyando los codos, en el mostrador, frente a frente con el señor Horacio, en un gesto de excesiva confianza, intentó sobornarlo:

   -¿Te he dicho alguna vez que puedes anunciar tu librería en mi periódico?

   Era el dueño del periódico local “La Gaviota Parlante”. (J.J. era el director, pero Prenafeta ponía el dinero).

   -O en la radio, si lo prefieres- añadió dándole una palmadita en el hombro.

   También era dueño de la emisora local de radio.

   -Aunque lo mejor de todo es la pequeña pantalla. Ya sabes –se rió, golpeando el mostrador como un orangután al que le acaban de enseñar un cacahuete-. Si no sales en la caja tonta no existes. ¡Jua!, ¡Jua!...

   Y también el dueño de la emisora de televisión local.

   -Aunque si fueras un poco listo –le guiñó un ojo-. Aprovecharías alguna de mis galas benéficas para hacerte un poco de publicidad.

   También le pertenecían la sala de cine y teatro del pueblo.
   
   -…¡Un momento, se me ocurre una idea genial! -. Uno de sus móviles empezó a sonar desde el bolsillo de su chaqueta, y no paraba, como si estuviera poseído por el diablo. Hizo una pausa para pasar el pañuelo por su frente como si estuviera borrando la tiza de una pizarra, y para leer el mensaje. Después continuó:

   -Se podría sortear entre tus clientes un vale para comer en cualquiera de mis restaurantes.

   Había heredado de su familia la cadena de restaurantes costeros “El Langostino de Oro”. En una cala de bonitas vistas, en las afueras del pueblo, había uno muy frecuentado por los turistas y los veraneantes.

   -¿Qué te parecen mis propuestas?- de nuevo le dio palmaditas en el hombro. Lucas y yo escuchábamos sorprendidos y enfadados. No queríamos irnos de la tienda, y dejar sólo al señor Horacio con aquel energúmeno sudoroso. Pero, desde luego, el anciano librero sabía defenderse, no cabía duda. Sonrió mirando fijamente al alcalde, con sus gafas caídas sobre la nariz, y le contestó con calma:

   -Gracias, muy amable señor Piñafrita…

   -¡Prenafeta! ¡Prenafeta!. Eres muy despistado.

   -Perdón, señor Prenafeta. Me va bien así, no necesito hacerme propaganda. Al que de verdad le guste leer vendrá a la librería.

   -Bueno, bueno recapacita –dijo arrojando el habano por la ventana- Piensa sobre todo en la oferta del piso. También te podría comprar tu ridícula casa, en metálico, si lo prefieres. Te pagaría al contado con dinero contante y sonante. Serías rico de la noche a la mañana, y podrías deshacerte al fin de todos estos papelotes. ¡Jua, jua!- se rió señalando los libros del escaparate. Luego se dirigió a la puerta, orgulloso y escandaloso como un portaviones. 

   Cuando iba a salir dio “juguetones” golpecitos a Lucas a la altura del estómago. El alcalde se sentía gracioso, muy gracioso.

   Crispín le enseñó los dientes sin dejar de gruñir.

   -Por cierto, chaval – me pareció que mi amigo también gruñó-. Le hablaré de ti al entrenador del equipo, tal vez puedas oler el balón (creo que no hace falta que os diga quién era el principal accionista del equipo de fútbol local)-. Dio un portazo y se marchó. ¡Por fin dejamos de verlo!

   -¿Cómo se habrá enterado ese paquebote con bigote de la ilusión que me hace entrenar en el equipo local?-dijo Lucas, apretando de nuevo los puños.

   -Se entera de todo lo que ocurre en el pueblo, para usarlo en su beneficio chantajeando a la gente- comentó Horacio Biblo, abriendo su libreta en la que escribía todos los días con una pluma antigua, bonitas frases a letra de caligrafía-. Debe de tener espías que le dan los chivatazos, gente tan impresentable como él.

   -¡Es un farsante! Uno de estos días mi padre lo desenmascarará. Estoy segura- dije con orgullo-. Siempre me dice que una de las obligaciones de un buen detective es desenmascarar a los farsantes… Aunque- añadí  pensativa- mi padre tardará unos días en venir.

   -¿Y por qué no le echáis vosotros dos una mano mientras tanto?- nos dijo el señor Horacio, con un pícaro destello en su mirada.



   -Es justo lo que estaba pensando-contesté mirando a Lucas y a Crispín-. Así que ya es hora de que nos demos una vueltecita  por la Playa del Muerto y averiguaremos lo que podamos.  Si allí están ocurriendo cosas raras, no me extrañaría que Lolo Penafreta tuviera algo que ver.