Capítulo 6


NUEVOS CLIENTES EN LA LIBRERÍA


  
   Bueno, contadme ahora, ¿Cómo os fueron las cosas por la Playa del Muerto?-nos preguntó al día siguiente Horacio Biblo, mientras recargaba pacientemente su vieja pluma. Las gafas le habían resbalado a la punta de la nariz. Acto seguido escuchamos un trueno, las nubes reventaron como grises sacos cargados de agua hasta los topes y gotas gruesas igual que canicas empezaron a rebotar en la calle y en los cristales.

   -Verá señor Horacio, el aspecto de la Playa no me gusta nada, las plantas se están resecando más de la cuenta, como si estuvieran quemándose lentamente- empezó a contar Lucas con su seriedad de científico-. Llevo años yendo a esa playa y nunca la había visto así. Además este año ha llovido bastante. 

   -Y luego está lo de aquel hombre tan siniestro que apareció en una barca -me apresuré yo también a contarle-. Tuerto y con una enorme cicatriz en el pecho. Llevaba un cuchillo en el cinturón, nos llamó “babosas mocosas” y nos amenazó con desparramar nuestros sesos.

   -¡Caramba, ya veo que no anduvo por las ramas! –exclamó el librero. 

   -Decía que había ido a buscar comida para sus tortugas -prosiguió Lucas. Crispín estaba tumbado a su lado, y por su gesto, parecía estar enterándose de todo.

   El señor Horacio fumaba lentamente su pipa y nos escuchaba con la máxima atención. De pronto pareció que alguien acababa de apagar la luz de la tarde. Los truenos empezaron a sentirse cada vez más cercanos.

   -¿De donde saldría aquel individuo?-pregunté-. Parecía de otra época.  

   -Tenía una pinta tan extraña- añadió Lucas-, como si fuera… no sé, una especie de pirata o algo así. Es raro, muy raro. Porque en esta época ya no quedan piratas, ¿verdad señor Horacio?
El librero echó un vistazo por la ventana, el agua golpeaba con fuerza los cristales. Crispín estaba inquieto, en cambio los gatos dormían tan tranquilos. Al fin habló:

   -Mira hijo te diré que…

   La puerta de la librería se abrió con brusquedad, Horacio Biblo interrumpió sus palabras. La luz de un rayo iluminó la figura de dos hombres.

   Uno de ellos era ancho como un armario ropero, debía de medir más de diez metros, o al menos eso es lo que me pareció; pero más de dos metros, seguro que alcanzaba. Su cabeza parecía la de un cascanueces gigantesco, con una mandíbula caída y cuadrada. Un vello negro y espeso, como una selva enmarañada, asomaba por su camiseta de tirantes, le tapizaba el pecho, el cuello, los hombros y los impresionantes bíceps tatuados. Varios piercings colgaban de una de sus orejas. Miraba las cosas de su alrededor como si quisiera huir de alguna pesadilla.

   El otro era bastante más bajo, algo parecido a un barrigudo tonel. La camiseta le quedaba corta y pude ver el tatuaje de una cosa parecida a una serpiente, rodeándole el ombligo. No podía doblar una de sus piernas, y al andar la estiraba a un lado, dando cojetadas. Un loro sobre su hombro gritaba “¡Al ladrón! ¡Al ladrón!, cada vez que la tienda se quedaba a oscuras.

   Ninguno de los hombres se movía, parecían dos estatuas de piedra, dos muertos vivientes en el umbral de la puerta.

   -Pero pasen, pasen, no se queden ahí, hace una tarde de perros- les invitó Horacio Biblo, con una amabilidad que me pareció exagerada.

   Crispín gruñó, pero creo que más que por aquella aparición, lo hizo por el comentario del señor Biblo. Sentí mi corazón golpear, como si fuera un tambor de percusión. Eché una mirada a Lucas, y noté que se le había puesto la cara tan pálida como las hojas de una libreta sin cuadricular.

-¡Traemos una nota! ¡Un encargo de nuestro Capitán!- atronó el grandullón, tal y como lo hubiera hecho el ogro de Pulgarcito.

   El de la barriga de tonel, arrastrando su pierna tiesa, anduvo unos pasos y dejó la nota en el mostrador. Una ráfaga de aire y un portazo hicieron revolotear el papel.

   -¡Al ladrón! ¡Al ladrón!-gritó el loro.

   El gigante reaccionó ante aquella nota que, como un pequeño avión, despegaba del mostrador. Accionó veloz el resorte de su navaja, la lanzó en picado y se quedó clavada sobre el papel.

   -¡Menuda puntería!-me dijo Lucas por lo bajo.

   -Vamos a ver que desean estos señores-. Con una tranquilidad y una sangre fría asombrosa, Horacio Biblo tiró con fuerza de la navaja y se la devolvió al dueño, se puso sus gafas de cerca, desplegó la nota y leyó:

   -“Cuentos de los mares del Sur”, de Jack London ¡Un buen libro!-dijo- ¿Sabían que este escritor basó sus libros en su propia experiencia? Fue un aventurero y un viajero incansable. Se alistó en los balleneros que surcaban los mares de Terranova, se unió a los buscadores de oro en Alaska. Lástima que muriera tan joven.

   Los dos sujetos escuchaban embobados al librero.

   -¡Pobrecito!-atronó el grandote, con una voz que hubiera asustado a un ejército de elefantes- ¿Con cuantos años mur…?

   El barrigón le dio un codazo a su compañero para que se callara y recordara que era un tipo duro, luego gritó:

   -¡No podemos perder el tiempo! El capitán nos espera.

   -¡Al ladrón! ¡Al ladrón! –. Volvió a gritar el loro, cuando la tienda se oscureció.  

   -Lo siento- dijo serenamente el señor Biblo, ajustándose las gafas-, ahora no tengo ese libro, pero puedo pedirlo.

   -Está bien- el de la pierna tiesa se dirigió a la salida y habló con su cascada voz-,  tiene cinco días de plazo, el tiempo que nos queda para estar en este pueblo al que nadie vendría a no ser que una tormenta o la mala fortuna lo arrastrara.

   Luego abrieron la puerta y desaparecieron, como si tras la cortina de agua de la lluvia hubiera un mundo fantasmagórico, paralelo al nuestro.

   -Caramba, esto se anima, ¡tenemos nuevos clientes!- dijo Horacio Biblo. Después se acercó a la estantería y cogió “Los cuentos de los mares del Sur”, de Jack London. No le había dicho toda la verdad a esos tipos tan raros.

   -Señor Horacio- dije con la seriedad de los investigadores de pura raza- creo que usted y yo hemos tenido la misma idea.

   -¿A qué te refieres?- preguntó Lucas, contrariado por no haberse enterado. 

   -Mañana mismo tendrán el libro que han pedido, porque tú y yo se lo vamos a llevar a su domicilio, es decir a una embarcación llamada la Tintorera, que lleva tres días anclada en el puerto. Lo sé de buena tinta, me lo ha dicho Paquita -contesté, ofreciéndole a mi amigo la mitad del Bazoka que me quedaba en el bolsillo.

   -“Que lo que ha de suceder ahora o mañana, suceda” –dijo Lucas mientras desenvolvía el chicle-. “Todo lo que busco es el cielo sobre mi cabeza y un camino para mis pies”.

   -Lo escribió Stevenson- me aclaró al ver mi cara de asombro –. Vayamos a ese barco y pongámonos en manos del destino.

   Horacio Biblo sonrió y nos guiñó pícaramente. Luego se ajustó sus gafas y se sentó en su escritorio, dispuesto a escribir, con la mayor concentración del mundo, sus frases con letra de  caligrafía.

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