NUEVOS CLIENTES EN LA LIBRERÍA
Bueno, contadme ahora, ¿Cómo os fueron las cosas por la Playa del Muerto?-nos
preguntó al día siguiente Horacio Biblo, mientras recargaba pacientemente su
vieja pluma. Las gafas le habían resbalado a la punta de la nariz. Acto seguido
escuchamos un trueno, las nubes reventaron como grises sacos cargados de agua
hasta los topes y gotas gruesas igual que canicas empezaron a rebotar en la
calle y en los cristales.
-Verá señor Horacio, el aspecto de la Playa no me gusta nada, las
plantas se están resecando más de la cuenta, como si estuvieran quemándose
lentamente- empezó a contar Lucas con su seriedad de científico-. Llevo años
yendo a esa playa y nunca la había visto así. Además este año ha llovido
bastante.
-Y luego está lo de aquel hombre tan siniestro que apareció en
una barca -me apresuré yo también a contarle-. Tuerto y con una enorme cicatriz
en el pecho. Llevaba un cuchillo en el cinturón, nos llamó “babosas mocosas” y
nos amenazó con desparramar nuestros sesos.
-¡Caramba, ya veo que no anduvo por las ramas! –exclamó el
librero.
-Decía que había ido a buscar comida para sus tortugas
-prosiguió Lucas. Crispín estaba tumbado a su lado, y por su gesto, parecía
estar enterándose de todo.
El señor Horacio fumaba lentamente su pipa y nos escuchaba con
la máxima atención. De pronto pareció que alguien acababa de apagar la luz de
la tarde. Los truenos empezaron a sentirse cada vez más cercanos.
-¿De donde saldría aquel individuo?-pregunté-. Parecía de otra
época.
-Tenía una pinta tan extraña- añadió Lucas-, como si fuera… no
sé, una especie de pirata o algo así. Es raro, muy raro. Porque en esta época
ya no quedan piratas, ¿verdad señor Horacio?
El librero echó un vistazo por la ventana, el agua golpeaba
con fuerza los cristales. Crispín estaba inquieto, en cambio los gatos dormían
tan tranquilos. Al fin habló:
-Mira hijo te diré que…
La puerta de la librería se abrió con brusquedad, Horacio
Biblo interrumpió sus palabras. La luz de un rayo iluminó la figura de dos
hombres.
Uno de ellos era ancho como un armario ropero, debía de medir
más de diez metros, o al menos eso es lo que me pareció; pero más de dos
metros, seguro que alcanzaba. Su cabeza parecía la de un cascanueces
gigantesco, con una mandíbula caída y cuadrada. Un vello negro y espeso, como
una selva enmarañada, asomaba por su camiseta de tirantes, le tapizaba el
pecho, el cuello, los hombros y los impresionantes bíceps tatuados. Varios
piercings colgaban de una de sus orejas. Miraba las cosas de su alrededor como
si quisiera huir de alguna pesadilla.
El otro era bastante más bajo, algo parecido a un barrigudo
tonel. La camiseta le quedaba corta y pude ver el tatuaje de una cosa parecida
a una serpiente, rodeándole el ombligo. No podía doblar una de sus piernas, y
al andar la estiraba a un lado, dando cojetadas. Un loro sobre su hombro
gritaba “¡Al ladrón! ¡Al ladrón!, cada vez que la tienda se quedaba a oscuras.
Ninguno de los hombres se movía, parecían dos estatuas de
piedra, dos muertos vivientes en el umbral de la puerta.
-Pero pasen, pasen, no se queden ahí, hace una tarde de
perros- les invitó Horacio Biblo, con una amabilidad que me pareció exagerada.
Crispín gruñó, pero creo que más que por aquella aparición, lo
hizo por el comentario del señor Biblo. Sentí mi corazón golpear, como si fuera un tambor de
percusión. Eché una mirada a Lucas, y noté que se le había puesto la cara tan
pálida como las hojas de una libreta sin cuadricular.
-¡Traemos una nota! ¡Un encargo de nuestro Capitán!- atronó el
grandullón, tal y como lo hubiera hecho el ogro de Pulgarcito.
El de la barriga de tonel, arrastrando su pierna tiesa, anduvo
unos pasos y dejó la nota en el mostrador. Una ráfaga de aire y un portazo
hicieron revolotear el papel.
-¡Al ladrón! ¡Al ladrón!-gritó el loro.
El gigante reaccionó ante aquella nota que, como un pequeño
avión, despegaba del mostrador. Accionó veloz el resorte de su navaja, la lanzó
en picado y se quedó clavada sobre el papel.
-¡Menuda puntería!-me dijo Lucas por lo bajo.
-Vamos a ver que desean estos señores-. Con una tranquilidad y
una sangre fría asombrosa, Horacio Biblo tiró con fuerza de la navaja y se la
devolvió al dueño, se puso sus gafas de cerca, desplegó la nota y leyó:
-“Cuentos de los mares del Sur”, de Jack London ¡Un buen
libro!-dijo- ¿Sabían que este escritor basó sus libros en su propia
experiencia? Fue un aventurero y un viajero incansable. Se alistó en los
balleneros que surcaban los mares de Terranova, se unió a los buscadores de oro
en Alaska. Lástima que muriera tan joven.
Los dos sujetos escuchaban embobados al librero.
-¡Pobrecito!-atronó el grandote, con una voz que hubiera
asustado a un ejército de elefantes- ¿Con cuantos años mur…?
El barrigón le dio un codazo a su compañero para que se
callara y recordara que era un tipo duro, luego gritó:
-¡No podemos perder el tiempo! El capitán nos espera.
-¡Al ladrón! ¡Al ladrón! –. Volvió a gritar el loro, cuando la
tienda se oscureció.
-Lo siento- dijo serenamente el señor Biblo, ajustándose las
gafas-, ahora no tengo ese libro, pero puedo pedirlo.
-Está bien- el de la pierna tiesa se dirigió a la salida y
habló con su cascada voz-, tiene cinco
días de plazo, el tiempo que nos queda para estar en este pueblo al que nadie
vendría a no ser que una tormenta o la mala fortuna lo arrastrara.
Luego abrieron la puerta y desaparecieron, como si tras la
cortina de agua de la lluvia hubiera un mundo fantasmagórico, paralelo al
nuestro.
-Caramba, esto se anima, ¡tenemos nuevos clientes!- dijo
Horacio Biblo. Después se acercó a la estantería y cogió “Los cuentos de los
mares del Sur”, de Jack London. No le había dicho toda la verdad a esos tipos
tan raros.
-Señor Horacio- dije con la seriedad de los investigadores de
pura raza- creo que usted y yo hemos tenido la misma idea.
-¿A qué te refieres?- preguntó Lucas, contrariado por no haberse
enterado.
-Mañana mismo tendrán el libro que han pedido, porque tú y yo
se lo vamos a llevar a su domicilio, es decir a una embarcación llamada la Tintorera , que lleva
tres días anclada en el puerto. Lo sé de buena tinta, me lo ha dicho Paquita
-contesté, ofreciéndole a mi amigo la mitad del Bazoka que me quedaba en el
bolsillo.
-“Que lo que ha de suceder ahora o mañana, suceda” –dijo Lucas
mientras desenvolvía el chicle-. “Todo lo que busco es el cielo sobre mi cabeza
y un camino para mis pies”.
-Lo escribió Stevenson- me aclaró al ver mi cara de asombro –.
Vayamos a ese barco y pongámonos en manos del destino.
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