Capítulo 7


LA TINTORERA



 -¡Hoy no tengo que ir al mercado! ¡Mirad lo que he encontrado! ¡Ya tenemos el almuerzo: pigmeos a la plancha con guarnición de zanahorias!

El tipo barrigón de la pierna tiesa, que por cierto era el cocinero del barco, nos había encontrado en el camarote que utilizaban de almacén.

Habíamos decidido rastrear un poco, antes de entregarles el libro. Llevaban una buena cantidad de sacos de azúcar. A Lucas le dio tiempo de echar un puñado de azúcar en un sobre que llevaba en el bolsillo,  antes de que aquel cocinero pirata, o lo que fuera, lo agarrara a él de una oreja y a mí del cuello de la camiseta.

“La mandaré analizar, puede que encontremos algo, y no me refiero a las cucarachas y a los ratones que se han podido colar en estos sacos”,  me dijo al oído mientras se guardaba la muestra en el pantalón.

-Estos dos enanitos, con cara de no haber roto un plato, andaban husmeando por los camarotes- dijo el hombre que nos había encontrado, escupiendo delante de sus pies y empujándonos frente al que debía de ser el capitán del barco: un sujeto de mediana edad, con el pelo largo y lacio recogido en una cola de caballo.

-En el mar se pasa mucha hambre –atronó el capitán, mirándonos con los ojos muy abiertos y las cejas tan arqueadas que casi se podía disparar una flecha con ellas-. Y ¿sabéis lo primero que nos comemos?... ¡A los polizones entrometidos como vosotros!   

-¡Traemos el libro que encargaron! –dijo rápidamente mi amigo, mostrando el libro con el brazo levantado.

-¡Sí, es por eso por lo que hemos venido! -añadí yo enseguida-. No vimos a nadie y subimos a bordo.

-No sé Capitán, no me fío de ellos –intervino el grandullón de la mandíbula trituradora, asomando por su camarote-. Los he visto por la ventana, husmeando y metiéndole mano a la mercancía.

De repente, un pensamiento atravesó como una flecha mi deductivo cerebro, había que demostrar a aquella panda que no les teníamos miedo. No, no era el momento de venirse abajo y echarse a temblar como gusanos.

-Tiene razón –dije enseñando mi tarjeta, con la energía de un árbitro que se tiene que imponer frente a un grupo de jugadores mal encarados-. ¡María Umbeldini, detective privado!- luego señalé a Lucas:

-El es mi socio.

Nos miraron con los ojos tan abiertos como los de los búhos y, después de un breve silencio, los tres hombres estallaron en risotadas, de tal modo que parecía que se había desatado una tormenta de truenos en la embarcación.

Tardaron un rato muy largo en tranquilizarse.

-¡Ay muchachos, hace tiempo que no me había reído tanto!-dijo el capitán secándose una lágrima que le resbalaba por la mejilla. Los otros dos marineros se daban codazos en la barriga, y seguían agitando los hombros como un par de destartaladas cocteleras.    
     
-Creo que se les cortarán las risotadas, como la mantequilla agria, cuando vengan unos cuantos “polizontes” de los otros, de los que llevan una placa y una pistola, y se los lleven esposados- me atreví a decir. Lucas se quedó mirándome con la misma cara de sorpresa que hubieran puesto unos estudiantes si hubiera entrado en el aula una cabra, para darles clase.

-¿Y por qué iban a llevarnos a la trena? –graznó, como un cuervo viejo, el de la barriga de tonel-. No le hemos hecho daño a nadie. Llevamos mercancías a otros puertos.

-En esta ocasión llevamos azúcar a Portugal-continuó explicando el capitán-. Hemos parado aquí por casualidad, se nos  averió una hélice del motor y tenemos que repararla.

-¿Por qué no escupen de una vez la verdad? No creo que esos sacos tan dulces que transportan puedan servir precisamente para hacer pasteles-. “Disparé”, jugándomela a una sola carta. Si acertaba, ellos podían “cantar” la verdad. Pero si no acertaba y lo que había en los sacos era únicamente azúcar, podían enfadarse mucho y disparar (en este caso con un revólver).  

Lucas seguía mirándome muy sorprendido.

Mi estrategia dio resultado.
                              
 -¡No creo que os atreváis a denunciarnos!- atronó el capitán. El arco de sus cejas chocaba ya con la raíz del pelo-. Total por media docena de botellas de licor y unos cuantos taniguchis de imitación, para los niños consentidos.

-Jefe, se le han olvidado los relojes falsificados- añadió con voz gangosa el gigantón, que no parecía muy listo.

-¡Al ladrón! ¡Al ladrón!- graznó el loro.

-¡Cierra tu apestoso pico Jeremías!-. Y al decir esto, el cocinero gordinflón le tiró al pájaro una cebolla que pasó rozándole las plumas de la cabeza.

Terminaron largando, los tripulantes de la Tintorera nos confesaron que se dedicaban al negocio del contrabando. Un contrabando de poca monta: unos cuantos taniguchis falsos (ya sabéis una especie de mascotas artificiales que comían y hacían sus necesidades), camisetas de imitación (con su caimán cosido y todo), zapatillas de deporte hechas al por mayor en Singapur, perfumes franceses, que pretendían pasar por verdaderos, algo de licor, cinco o seis relojes... Lo llevaban todo oculto en los sacos de azúcar.

-Heredé este barco y esta profesión de mi padre, que a su vez la había heredado de mi abuelo, y éste de mi bisabuelo y éste de mi tatarabuelo… y así desde hace más de un siglo- nos explicó el capitán. Pero no queremos seguir viviendo como unos tramposos ¡Por el tridente de Neptuno! Podéis estar seguros -añadió, escupiéndose en el dorso de la mano ¡Qué manía la de aquellos hombres por escupir!-. Son los últimos artículos de contrabando que nos quedan. Nuestra idea es liquidarlos y dedicarnos al traslado de mercancía limpia y sin engaños.

Les dijimos que podían empezar ya a portarse como personas civilizadas. Que si entregaban aquella basura que llevaban en los sacos el castigo sería mucho menor. Nos prometieron que así lo harían, deseaban comenzar cuanto antes a vivir sin trampas ni chanchullos. 

-Sólo deseo ganar lo suficiente para mantener la Tintorera a flote y mantener, también, contentas las barrigas de mi hambrienta tripulación-. El “tonelete” y el gigantón se frotaron sonrientes sus redondas panzas-. También me gustaría permitirme de vez en cuando un pequeño vicio: “los libros”. ¡No puedo vivir sin leer!

Me di cuenta de que, al decir esto, Lucas lo miró con una gran simpatía y complicidad.
-Capitán- dijo el grandote sin dejar de frotarse la barriga, señalando a su compañero-. A este le gusta rellenar crucigramas, y a mí me gusta mucho el chocolate.

-Cierra el pico Hércules (el gigante se llamaba Hércules Grandullón)-dijo el capitán riéndose-. También podremos costearnos esos caprichos.

-¡Al ladrón! ¡Al ladrón!- volvió a decir Jeremías. Y ahora pasó volando por encima de su cabeza una lechuga.
      
Nos invitaron a comer con ellos y Simón Barrilete, así se llamaba el cocinero,   nos ofreció a los postres, un licor de hierba.

-Éste no es de contrabando-aclaró-, lo fabrico yo mismo para gasto del barco.

Mi socio y yo no estábamos acostumbrados a esas bebidas. Tosimos como unos descosidos al probarla y luego todo empezó a dar vueltas a nuestro alrededor nada más sorber un poco de aquel mejunje, pero le dimos las gracias para no ofender su hospitalidad.

Y de pronto vi de nuevo al siniestro personaje. El hombre del ojo como un huevo de paloma, con el que nos habíamos topado la otra mañana en la Playa del Muerto, asomándose entre el foque y la cabina de proa. Su único ojo nos miraba con rabia.

-A Smirnoff lo heredé con el barco- me aclaró el capitán, al darse cuenta de mi inquietud-. Mi padre me hizo prometer que vendría conmigo- después bajó la voz-. No soy el más indicado para decirlo, pero no me fío ni un pelo de ese tipo. Sólo tiene un  amigo: el dinero. Presiento que nos va a dar problemas cuando digamos de abandonar el contrabando.

-Dice que lleva tortugas en el barco, ¿es eso cierto?- indagó Lucas.

-¡Anda! ¡Yo no lo sabía! ¡Quiero una pequeñita para mí también! Nunca he tenido una mascota-dijo el gigantón con su acento de niño grande.

-¡No seas ridículo Hércules! -atronó enfadado el cocinero-. Es un trola que le ha metido a este par de enanos infelices ¡Aquí los únicos animales que hay sois tú y Jeremías!

-¡Al ladrón! ¡Al ladrón!-volvió a graznar el loro.

Aquel siniestro mentiroso, de nombre Smirnoff, se deslizó como una serpiente por las escaleras de popa. Yo no dejaba de mirarlo de reojo.

-¡Gracias por la comida! Ahora tenemos que marcharnos -dije, levantándome del taburete como si me hubieran puesto un puerco espín en el asiento. Tiré del brazo de Lucas-. Otras obligaciones nos reclaman. ¡Esta profesión es dura!

Los tripulantes de la Tintorera se quedaron un poco sorprendidos de nuestra repentina despedida.

-¡Rápido! –grité a mi amigo cuando saltamos a tierra firme- ¡Tenemos que averiguar donde está construyendo su nido ese pajarraco!

-¿Crees que ese tal Smirnoff anda metido en algún asunto turbio y que actúa por cuenta propia?-me preguntó Lucas apresurando el paso.

-Cada vez estoy más segura. Pienso que esos tres hombres que se han quedado en el barco son legales, bueno están un poco fuera de la ley, pero no mienten. Yo no desconfiaría jamás de alguien que lee a Jack London.

Vimos como el contrabandista se alejaba del puerto y se metía por un callejón en dirección al centro del pueblo. Le seguimos el rastro escondiéndonos, como sombras articuladas,  por los portales.

-¡Alto!-me gritó Lucas-. ¡Ya he descubierto donde deposita el ave carroñera las briznas de hierba para construir su feo nido!

Señaló con su pulgar hacia arriba, en dirección a una de las ventanas del Ayuntamiento. Justo a la ventana del despacho del alcalde.

Entonces vimos, con toda claridad, que frente a la silueta de Smirnoff, hablaba y agitaba los brazos otra silueta: la de Lolo Penafreta.