LA TINTORERA
El tipo barrigón de la pierna
tiesa, que por cierto era el cocinero del barco, nos había encontrado en el
camarote que utilizaban de almacén.
Habíamos decidido rastrear un
poco, antes de entregarles el libro. Llevaban una buena cantidad de sacos de
azúcar. A Lucas le dio tiempo de echar un puñado de azúcar en un sobre que
llevaba en el bolsillo, antes de que
aquel cocinero pirata, o lo que fuera, lo agarrara a él de una oreja y a mí del
cuello de la camiseta.
“La mandaré analizar, puede que
encontremos algo, y no me refiero a las cucarachas y a los ratones que se han
podido colar en estos sacos”, me dijo al
oído mientras se guardaba la muestra en el pantalón.
-Estos dos enanitos, con cara de
no haber roto un plato, andaban husmeando por los camarotes- dijo el hombre que
nos había encontrado, escupiendo delante de sus pies y empujándonos frente al
que debía de ser el capitán del barco: un sujeto de mediana edad, con el pelo
largo y lacio recogido en una cola de caballo.
-En el mar se pasa mucha hambre
–atronó el capitán, mirándonos con los ojos muy abiertos y las cejas tan
arqueadas que casi se podía disparar una flecha con ellas-. Y ¿sabéis lo
primero que nos comemos?... ¡A los polizones entrometidos como vosotros!
-¡Traemos el libro que
encargaron! –dijo rápidamente mi amigo, mostrando el libro con el brazo
levantado.
-¡Sí, es por eso por lo que hemos
venido! -añadí yo enseguida-. No vimos a nadie y subimos a bordo.
-No sé Capitán, no me fío de
ellos –intervino el grandullón de la mandíbula trituradora, asomando por su
camarote-. Los he visto por la ventana, husmeando y metiéndole mano a la
mercancía.
De repente, un pensamiento
atravesó como una flecha mi deductivo cerebro, había que demostrar a aquella
panda que no les teníamos miedo. No, no era el momento de venirse abajo y
echarse a temblar como gusanos.
-Tiene razón –dije enseñando mi
tarjeta, con la energía de un árbitro que se tiene que imponer frente a un
grupo de jugadores mal encarados-. ¡María Umbeldini, detective privado!- luego
señalé a Lucas:
-El es mi socio.
Nos miraron con los ojos tan abiertos
como los de los búhos y, después de un breve silencio, los tres hombres
estallaron en risotadas, de tal modo que parecía que se había desatado una
tormenta de truenos en la embarcación.
Tardaron un rato muy largo en
tranquilizarse.
-¡Ay muchachos, hace tiempo que
no me había reído tanto!-dijo el capitán secándose una lágrima que le resbalaba
por la mejilla. Los otros dos marineros se daban codazos en la barriga, y
seguían agitando los hombros como un par de destartaladas cocteleras.
-Creo que se les cortarán las
risotadas, como la mantequilla agria, cuando vengan unos cuantos “polizontes”
de los otros, de los que llevan una placa y una pistola, y se los lleven
esposados- me atreví a decir. Lucas se quedó mirándome con la misma cara de
sorpresa que hubieran puesto unos estudiantes si hubiera entrado en el aula una
cabra, para darles clase.
-¿Y por qué iban a llevarnos a la
trena? –graznó, como un cuervo viejo, el de la barriga de tonel-. No le hemos
hecho daño a nadie. Llevamos mercancías a otros puertos.
-En esta ocasión llevamos azúcar
a Portugal-continuó explicando el capitán-. Hemos parado aquí por casualidad,
se nos averió una hélice del motor y
tenemos que repararla.
-¿Por qué no escupen de una vez
la verdad? No creo que esos sacos tan dulces que transportan puedan servir precisamente
para hacer pasteles-. “Disparé”, jugándomela a una sola carta. Si acertaba,
ellos podían “cantar” la verdad. Pero si no acertaba y lo que había en los
sacos era únicamente azúcar, podían enfadarse mucho y disparar (en este caso con
un revólver).
Lucas seguía mirándome muy sorprendido.
Mi estrategia dio resultado.
-¡No creo que os atreváis a denunciarnos!-
atronó el capitán. El arco de sus cejas chocaba ya con la raíz del pelo-. Total
por media docena de botellas de licor y unos cuantos taniguchis de imitación, para
los niños consentidos.
-Jefe, se le han olvidado los
relojes falsificados- añadió con voz gangosa el gigantón, que no parecía muy
listo.
-¡Al ladrón! ¡Al ladrón!- graznó
el loro.
-¡Cierra tu apestoso pico
Jeremías!-. Y al decir esto, el cocinero gordinflón le tiró al pájaro una cebolla
que pasó rozándole las plumas de la cabeza.
Terminaron largando, los
tripulantes de la Tintorera
nos confesaron que se dedicaban al negocio del contrabando. Un contrabando de
poca monta: unos cuantos taniguchis falsos (ya sabéis una especie de mascotas
artificiales que comían y hacían sus necesidades), camisetas de imitación (con
su caimán cosido y todo), zapatillas de deporte hechas al por mayor en
Singapur, perfumes franceses, que pretendían pasar por verdaderos, algo de
licor, cinco o seis relojes... Lo llevaban todo oculto en los sacos de azúcar.
-Heredé este barco y esta
profesión de mi padre, que a su vez la había heredado de mi abuelo, y éste de
mi bisabuelo y éste de mi tatarabuelo… y así desde hace más de un siglo- nos
explicó el capitán. Pero no queremos seguir viviendo como unos tramposos ¡Por
el tridente de Neptuno! Podéis estar seguros -añadió, escupiéndose en el dorso
de la mano ¡Qué manía la de aquellos hombres por escupir!-. Son los últimos
artículos de contrabando que nos quedan. Nuestra idea es liquidarlos y
dedicarnos al traslado de mercancía limpia y sin engaños.
Les dijimos que podían empezar ya
a portarse como personas civilizadas. Que si entregaban aquella basura que
llevaban en los sacos el castigo sería mucho menor. Nos prometieron que así lo
harían, deseaban comenzar cuanto antes a vivir sin trampas ni chanchullos.
-Sólo deseo ganar lo suficiente para
mantener la Tintorera
a flote y mantener, también, contentas las barrigas de mi hambrienta
tripulación-. El “tonelete” y el gigantón se frotaron sonrientes sus redondas
panzas-. También me gustaría permitirme de vez en cuando un pequeño vicio: “los
libros”. ¡No puedo vivir sin leer!
Me di cuenta de que, al decir
esto, Lucas lo miró con una gran simpatía y complicidad.
-Capitán- dijo el grandote sin
dejar de frotarse la barriga, señalando a su compañero-. A este le gusta
rellenar crucigramas, y a mí me gusta mucho el chocolate.
-Cierra el pico Hércules (el
gigante se llamaba Hércules Grandullón)-dijo el capitán riéndose-. También podremos
costearnos esos caprichos.
-¡Al ladrón! ¡Al ladrón!- volvió
a decir Jeremías. Y ahora pasó volando por encima de su cabeza una lechuga.
Nos invitaron a comer con ellos y
Simón Barrilete, así se llamaba el cocinero, nos
ofreció a los postres, un licor de hierba.
-Éste no es de
contrabando-aclaró-, lo fabrico yo mismo para gasto del barco.
Mi socio y yo no estábamos acostumbrados
a esas bebidas. Tosimos como unos descosidos al probarla y luego todo empezó a
dar vueltas a nuestro alrededor nada más sorber un poco de aquel mejunje, pero le
dimos las gracias para no ofender su hospitalidad.
Y de pronto vi de nuevo al
siniestro personaje. El hombre del ojo como un huevo de paloma, con el que nos
habíamos topado la otra mañana en la
Playa del Muerto, asomándose entre el foque y la cabina de
proa. Su único ojo nos miraba con rabia.
-A Smirnoff lo heredé con el
barco- me aclaró el capitán, al darse cuenta de mi inquietud-. Mi padre me hizo
prometer que vendría conmigo- después bajó la voz-. No soy el más indicado para
decirlo, pero no me fío ni un pelo de ese tipo. Sólo tiene un amigo: el dinero. Presiento que nos va a dar
problemas cuando digamos de abandonar el contrabando.
-Dice que lleva tortugas en el
barco, ¿es eso cierto?- indagó Lucas.
-¡Anda! ¡Yo no lo sabía! ¡Quiero
una pequeñita para mí también! Nunca he tenido una mascota-dijo el gigantón con
su acento de niño grande.
-¡No seas ridículo Hércules! -atronó
enfadado el cocinero-. Es un trola que le ha metido a este par de enanos infelices
¡Aquí los únicos animales que hay sois tú y Jeremías!
-¡Al ladrón! ¡Al ladrón!-volvió a
graznar el loro.
Aquel siniestro mentiroso, de
nombre Smirnoff, se deslizó como una serpiente por las escaleras de popa. Yo no
dejaba de mirarlo de reojo.
-¡Gracias por la comida! Ahora
tenemos que marcharnos -dije, levantándome del taburete como si me hubieran
puesto un puerco espín en el asiento. Tiré del brazo de Lucas-. Otras
obligaciones nos reclaman. ¡Esta profesión es dura!
Los tripulantes de la Tintorera se quedaron un
poco sorprendidos de nuestra repentina despedida.
-¡Rápido! –grité a mi amigo
cuando saltamos a tierra firme- ¡Tenemos que averiguar donde está construyendo
su nido ese pajarraco!
-¿Crees que ese tal Smirnoff anda
metido en algún asunto turbio y que actúa por cuenta propia?-me preguntó Lucas
apresurando el paso.
-Cada vez estoy más segura.
Pienso que esos tres hombres que se han quedado en el barco son legales, bueno
están un poco fuera de la ley, pero no mienten. Yo no desconfiaría jamás de
alguien que lee a Jack London.
Vimos como el contrabandista se
alejaba del puerto y se metía por un callejón en dirección al centro del
pueblo. Le seguimos el rastro escondiéndonos, como sombras articuladas, por los portales.
-¡Alto!-me gritó Lucas-. ¡Ya he
descubierto donde deposita el ave carroñera las briznas de hierba para
construir su feo nido!
Señaló con su pulgar hacia arriba,
en dirección a una de las ventanas del Ayuntamiento. Justo a la ventana del
despacho del alcalde.
Entonces vimos, con toda claridad,
que frente a la silueta de Smirnoff, hablaba y agitaba los brazos otra silueta:
la de Lolo Penafreta.